Libros, lectores y lecturas, de Manuel Arranz (La documental) | por Óscar Brox
“La crítica debe enseñarnos siempre algo, aunque sea algo que ya sabíamos. Debe enseñarnos a ver, debe enseñarnos a leer, y debe enseñarnos sobre todo a dudar y a desconfiar de la propia crítica, porque aprender ha llegado a ser tan importante como desaprender lo aprendido”.
Estas líneas pertenecen al último texto incluido en esta recopilación de piezas escritas por Manuel Arranz entre 2000 y 2002. Por mucho que la pregunta que las motive sea a propósito de la función de la crítica, la sensación al leerlas es que van unos cuantos pasos más allá del asunto. Hace tiempo que reflexionar sobre la crítica se ha convertido en algo improductivo. En parte, se debe a que es un oficio precario, cada vez menos reconocido y poco valorado cuando el objetivo no pasa por puntuar la calidad de un libro.
La cuestión es que escribir sobre los libros de los otros, llamémoslo así en adelante, es una de esas actividades que produce un extraño placer. Pienso, por ejemplo, en Lydia Davis y su extraordinaria perspicacia a la hora de escribir en dos o tres líneas esa idea formidable con la que alcanza el tuétano de la obra de tal o cual autor -el equivalente a una nota escrita en una servilleta que, pese a todo, es de una brillantez sobrenatural. O en el trabajo de Cynthia Ozick para desgranar el estilo de un autor como Saul Bellow. O en la habilidad de Juan Forn para fraguar, a través de un ritmo casi periodístico, textos inolvidables sobre autores. a menudo, demasiado olvidados (citaré a tres: Jean Rhys, Peter Altenberg y Serguéi Dovlátov). La lista podría abarcar muchos más nombres y la conclusión sería la misma: lo que los hace admirables es, precisamente, su capacidad por saber leer más allá de esa primera lectura. Por saber contar, pensar y convertir todo eso en una conversación con ese otro lector que aguarda junto a su texto.
El año pasado Manuel Arranz publicó un libro, Por el placer de leer, que podría ser la Cara A de este otro, en tanto que a través de esa reunión de ensayos más o menos largos reflexionaba sobre un buen número de cuestiones relacionadas con la escritura, la lectura y los libros. Sin embargo, uno hojea las páginas de este Libros, lectores y lecturas como si se tratase de un dietario de querencias. La selección, de alguna manera, invita a pensar en ello: aquí se pueden encontrar piezas a propósito de Walser, Sebald, Kis, Grass, Roth, Coetzee u O’Brien (Edna), pero también constatar el papel fundamental que han llevado a cabo sellos editoriales como Minúscula o Acantilado a la hora de ensanchar el campo de la literatura europea y dar buena cuenta de toda esa retahíla de nombres que formaban parte de su periferia.
Con los textos de Arranz sucede que uno se deja llevar por su entusiasmo y cómo esa sensación va modulando su acercamiento al libro (por ejemplo, con Clarice Lispector y Cerca del corazón salvaje). No hay una metodología ni una pauta, sino más bien la necesidad de explicar, de contar, de razonar y volver a leer el libro. Para mí es, casi, como poner la semilla de una conversación. Los textos son ricos en detalles, en matices, ponen cuestiones sobre la mesa, a menudo literarias pero también morales, y ponderan el peso específico que nombres casi ocultos deberían tener sobre un determinado momento de la literatura -sin ir más lejos, Gyula Illyes y su novela Gente de las pusztas. Lo que quiero decir es que son, en su mayoría, textos breves que nos sitúan ante algo más que una lectura. Llamémoslo experiencia o, incluso, existencia. No concibo otra forma de entender el monumental tríptico familiar de Danilo Kis que aparece reseñado en sus páginas. Ante eso, que es un texto que palpita, que late, que está vivo porque está escrito de una manera única, Arranz se acerca no tanto para arrojar un poco más de luz, sino para recordarnos la importancia de lo que estamos leyendo. Para prestarle atención, como quien pone el oído y, simplemente, escucha todo eso que está escrito. Y para transmitirnos el inmenso placer de ese gesto, por mucho que parezca una experiencia, a menudo, radicalmente solitaria.
Los grandes nombres aparecen junto a los que han quedado aparcados en las estanterías. Me gusta mucho lo que dice sobre dos colosos americanos, cada uno en su estilo, como Doctorow y John Williams, pero también la delicadeza con la que se acerca a Erich Hackl o a José Cardoso Pires, arrinconado en el ya extenso catálogo de Libros del Asteroide. ¿Qué tienen en común todos ellos? La habilidad para asimilar una experiencia tan compleja y trasladarla, después, a unas pocas páginas sobre literatura. Contar, narrar, arrancar con esa conversación.
Hace un rato, buceando por los contenidos de Instagram, he encontrado una frase de Mariano Maresca, citada por Raquel Cobo, que me ha hecho pensar en este libro hasta el punto de convencerme de que es la mejor síntesis que puedo imaginar para definirlo: lo que hubo de generosidad en el tiempo de las exigencias. Esa es la sensación al leer esta reunión de textos de Manuel Arranz, una conversación, una propuesta de lectura, que reclama página a página el entusiasmo y el placer que fragua en la crítica literaria.